Teatro furioso, de Francisco Nieva (Punto de Vista) | por Juan Jiménez García

Francisco Nieva | Teatro furioso

Qué acontecimiento, volver a encontrarse con una nueva edición del teatro furioso de Francisco Nieva. Una edición tan cuidada. Francisco Nieva, ese clásico del surrealismo, del esperpento, del siglo XVIII en el XX, de la palabra, goyesco, excesivo, con algo de niño eterno. De ahí venía su teatro, ahí estaba su teatro, en esas primeras obras de infancia, en esa infancia castellana de niño bien, pero familia republicana y, por tanto, condenada. Condenada a pasar desapercibida, al escondite. Luego el exilio o la oportunidad de salir de esa España negra, pero no olvidada, para nada olvidada. En París conoce a los surrealistas y no solo. Se casa bien, dice, y eso le permite conocer a mucha gente, cuando intelectual no era un insulto. Está un tiempo en Italia. Se siente afortunado. Y cuando nadie le esperaba, vuelve a España, a la oscuridad de esa España que le alimentaba desde siempre. Para Nieva, su teatro podría empezar en el momento en que sus tías le besaban el zapatito. Ese podría ser un punto de partida, más atrás incluso, años fellinianos, decadentes, pero que brillaban en esa decadencia. Era el teatro que desechó, que empezó a escribir con catorce años, pero que cuando le piden que explique su obra, no duda en volver a él, incluso solo a él, porque en él están contenidos los motivos del porvenir. El Teatro furioso, fue un teatro poético escrito para no ser representado, al menos en ese presente inmediato en el que, a su manera, se instalaba, frente al teatro de farsa y calamidad, que eran obras más construidas, con personajes más complejos, más desarrollados. En el Teatro furioso, no dejan de ser arquetipos. Su comportamiento responde a las propias necesidades de aquello que se está contando y la historia es una pintura, un fresco, una construcción, que bebe más de la poesía y el arte que de la narrativa, ya sea como literatura dramática. Poesía dramática, dice Pedro Villora en su prólogo. Obras para el cajón de difícil representación por su ambición artística y por su amplio catálogo de personajes, pero cuánta libertad… 

En la introducción a Pelo de tormenta y Nosferatu, Francisco Nieva da una de sus claves. Les llama reópera, que él define como modalidad de teatro de breve escritura, susceptible de un profuso desarrollo en manos de un “maestro de ceremonias”. Hay mucho ritual en ambas. El texto se sostiene como texto, con una riqueza inaudita (hace décadas y, aún más, ahora). Un lenguaje elaborado, que puesto en boca de esos personajes a menudo marginales, es expresión popular y populachera. Personajes que juegan con la literatura de otro tiempo, con el cine de otra época. Aparece Nosferatu (en la obra del propio nombre), por Murnau, y hasta Mickey Mouse, mientras que, en Pelo de tormenta, a mí me viene Goya, pero podría ser Valle Inclán o algo aún más lejano. Nosferatu tiene algo de la Ópera de los tres centavos, de Brecht. Nosferatu tiene un aire de Macheath, hay policías, prostitutas y señores, y, sobre todo, el fin de un tiempo y la llegada del expresionismo. Y es que, en estas dos obras, cada una a su manera, de forma más o menos declarada, no dejan de ser ellas mismas expresionistas, de un mundo que se acaba, pero que hay que celebrar en sus últimos días. Un mundo sin futuro, que responde a las pulsiones del presente. Como en El séptimo sello, de Bergman, nos imaginamos a todos desfilando, bailando, tras la muerte. Todo es exceso, hispánico o germánico. Más mediterráneo o más frío europeo. Mediterráneo, mesetario. Ópera bufa. Reópera bufa. En Pelo de tormenta pensamos en Boccaccio y en Goya. Los propios dibujos de Francisco Nieva tienen algo de aquel, como una puesta al día de las pesadillas y aquellos que las habitan. Grotesco, Michel de Ghelderode. Eusebio Calonge hablaba de él y las marionetas que manipula el diablo. Sí, eso podría ser Pelo de tormenta también. En Nosferatu todos hablan y es una película muda. Asistimos a lo último de los últimos. Último viaje del Oriente Express, último viaje de una Europa agotada que se derrumba y se vuelve a levantar, entre convulsiones y bailes locos. Recuerdos del cabaret y del cine mudo, decía Nieva. Sea.  

Es bueno no tener cabeza es un divertimento jocoso que plantea un juego de identidades, una confusión de géneros cuando no estaba de moda. Cuerpos intercambiables, cabezas prestadas, juego, el definitiva, como representación. Hay varios divertimentos. Le gustaba. En La carroza de plomo candente, el juego se prolonga, con otro, en el que un nuevo rey impotente, Luis III, se enfrenta a la necesidad de tener algún hijo y demostrar su valía esperada por su país y Europa entera. Como compañeros de viaje en este propósito tendrá un barbero afeminado, un cura con amplitud de miras, una comadrona que se revela bruja y un torero de ánimos exaltados. También una cabra transformista o transformada. Todo muy loco, todo muy esperpéntico, irónico, reflejo de un mundo desaparecido, pero espejo de otro en el que se busca acomodo a la imagen, a lo que debe ser, a la demostración de aquello que se debe ser aun no siéndolo. En fin, asuntos de identidad, tratados con jocosidad y ese gusto por el lenguaje entre antiguo, popular y castizo, goyesco si se quiere, poco regio y muy callejero, porque lo importante no es la descendencia de Luis III, sino ese retrato de lugares comunes, de esa España que ni tan siquiera sabemos si ha dejado de serlo, de caraduras, envalentonados y metomentodos. 

Francisco Nieva señala que El combate de Ópalos y Tasia fue teatro furioso incluso antes de intuir ese teatro furioso, como Pelo de tormenta ya estaba, de algún modo, en su cabeza desde mucho antes y con otras formas. Si que es cierto que en esa pelea está todo, porque este teatro furioso también puede ser entendido como una única obra, una comedia humana. Incluso Nosferatu, que escapa a siglo (ese gusto por el XVIII) e incluso personajes (esto ya es más dudoso). Y es que la furia es una manera de entender el teatro, la sociedad, las palabras y el humor. Nieva, no hay que olvidarlo, estaba escribiendo obras para el cajón. Irrepresentables por la censura, por ser tiempos del franquismo y ellas, tan ácratas, lejos de entregarse a disimulos se entregaban a la desmesura. Luego sí, fueron representadas casi todas, aunque su autor se lamentaba de que eran breves porque eran gérmenes, sustento, andamiaje de algo que debía ir aún más allá, como el libreto de una ópera. Los españoles bajo tierra o el infame jamás, fue lleva a escena por él mismo, y ahí se ve la riqueza de su propuesta. Y su gusto por el teatro de telón de fondo (en una conferencia sobre el teatro, reivindicaba, él, también escenógrafo, que el teatro solo necesita de un telón, y que las escenografías de ahora, de entonces, le complicaban viajar… y bien sabía él, porque muchas de sus obras eran inamovibles). Aquí tenemos una jocosa aventura antimonárquica, pero yo es que creo que Nieva más que ir contra unas cosas iba a favor de otras, y esas otras no eran grandes conceptos, sino como una especie de entusiasmo pantagruélico por la vida y el arte, si es que en él ambas cosas eran dos y no solo una. Ahí tenemos esa miniatura de El fandango asombroso. 

A base de frecuentar siglos pretéritos y personajes goyescos (también buñuelescos), las obras no discurren en ese tiempo, sino en el tiempo del teatro furioso, un tiempo que le es propio. En El rayo colgado o peste de loco amor, tenemos monjas, senos cortados y al propio diablo, que es más de hechos que de palabras. Todo es tan absurdo, tan deliciosamente absurdo, tan admirablemente surreal, que parece que habitamos algún tempo italiano o una comunidad de libertinos. Pero libertinos de las costumbres y del lenguaje. Un libertinaje que comprende todas sus acepciones: licencioso, disoluto, disipado, libre, obsceno, impúdico, desenfrenado, crápula, calavera, libidinoso, lujurioso, perdido, vicioso. La posibilidad de alcanzar todo, como el rayo poético que fulmina lo que alcanza y, en su caída, nos ilumina. Pensemos en La Magosta, obra no representada y que escribió para María Casares, pero que luego pensó que no quería hacerla pasar por la muerte (la Magosta). Qué lio de muertos y vivos, de madres e hijas e hijo y marido, en el que vivir es una abstracción, un sueño. Un sueño como sueño podría ser todo el teatro furioso. Como vamos encontrándonos con todos los motivos de las vanguardias, que ese siglo XVIII mal disimula. Ser vanguardia desde muy atrás, desde un lenguaje viejo y también popular, un lenguaje de ladrones. En El paño de injurias hay dos putas (a Nieva le gusta, reconoce, desdoblar personajes) y un niño atrevido, y una especie de violencia de teatro de guiñol, que es a dónde va el autor. 

Todo lo anterior viene a juntarse en Coronada y el toro. La autoridad y su desprecio, la iglesia, el pueblo, la confusión de los géneros (ese hombre monja, qué creación). Cuando se puso en escena, la dirigió él (estaban José Bódalo y Esperanza Roy… otros tiempos). Como en casi todo su teatro furioso, pasó mucho tiempo entre obra y representación, pero ese tiempo era nada. Me gusta leer las palabras que le dedicó mi añorado Eduardo Haro Tecglen en varios de sus artículos. Haro Tecglen consideraba a Nieva el escritor dramático más importante de nuestro tiempo, y decía que, si había que demostrar que el teatro era literatura, ahí estaba él, todo teatro y todo literatura, con un lenguaje propio. Dice otras muchas cosas y a él me remito, porque en todas veo certeza y en todas me siento impotente. Nieva, que admiraba a Jarry, que podía haber triunfado entre los franceses, o entre los italianos, entendió que las raíces estaban en otro lado, en aquella Castilla profunda, geográfica e íntimamente. Podría haberse declarado vanguardista pero no se declaraba nada en especial, sino bebedor de muchas aguas y creador de sus propios brebajes. Cuando se le oye, en conferencias o entrevistas, tiene el entusiasmo de un crío. El mismo podría haber sido uno de sus personajes y eligió ser el mismo en mucho de ellos. Bebamos su obra, pues, hasta la embriaguez.  

 


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